Nueva Vulcano, la pureza y la rabia
Moby Dick, 24/02/2016
El termino indie está tan manoseado, desgastado, descolorido, que ya nadie sabe qué significa. Se le llama independiente a cualquier cosa. Y con esto no estoy haciendo una alabanza del concepto, mitificándolo y afirmando que la pureza de la llamada música indie es superior y más interesante que las demás. Hasta ahí podíamos llegar. Lo que pasa es que esa palabra ya no es útil para definir nada, no sirve para explicar ni para diferenciar diferentes corrientes musicales y estéticas. Sin embargo, cuando uno ve conciertos como el de Nueva Vulcano en la Moby Dick puede aseverar: ¡el indie no ha muerto! Eso no es ni bueno ni malo. Nueva Vulcano, en cambio, sí son buenos. Y en directo, también.
El concierto servía de excusa para presentar su último EP, Nombres y apellidos (BCore, 2016), continuador de Novelería (BCore, 2015), el último larga duración del trío barcelonés. Y precisamente, gran parte del repertorio desplegado en la Moby Dick pertenecía a estos dos trabajos. Probablemente, ninguno de ellos llegue al nivel sublime de Los peces de colores (BCore, 2009), donde se encuentra una de las mejores canciones escritas en castellano de la última década (sin exagerar): “Te debo un baile”.
Lo bueno de un directo como el de Nueva Vulcano es que rezuma naturalidad, credibilidad, coherencia, autenticidad; y eso hace que el concierto sea linealmente interesante, es decir, mola verles tocar sea cuál sea la canción que estén tocando, te guste más o menos, porque te los crees. No hay grandes momentos álgidos o tramos menos intensos. Como mucho, alguna unión curiosa entre canción y canción. Sin embargo, ves a un bajista sólido y expresivo; a un batería enérgico y conciso; y al cantante y guitarrista, Artur Estrada, dejándose la voz de una forma pocas veces comprensible, tocando al más puro estilo Joe Strummer, y expulsando esas brillantes letras que andan a caballo entre la depresión post-moderna y emocional, como si los poetas beatniks se hubieran trasladado a la Barcelona de principios del siglo XXI (“La exposición de Calder en Washington la mañana después de follar en un sótano” cantan en “Hemos hecho cosas”).
Mucho ruido con la Rickenbacker, muchas melodías vocales con patrones rítmicos irregulares (o mejor dicho, 100% adaptadas a los textos), poca comunicación con el público. De hecho, los seguidores de la banda (esos sí que son fans, fieles, creyentes en la pertenencia a un pequeño club selecto que es capaz de disfrutar de grupos como Nueva Vulcano) no requieren de ellos, precisamente, mucha comunicación. Requieren que mantengan esa pureza, esa actitud indiferente en el escenario sólo interrumpida por la efusión sentimental de las canciones, esa rabia irónica y satírica que se expresa más allá de las características letras, que se expresa en miradas, en suspiros, en un break fugaz de batería, en la concentración, en el respeto a su propia música.
Quedan pocos así. Merecen la pena. Golpean el escenario con su aire entre intelectual y sarcástico. De eso se trata, ¿no? Es lo que esperamos de grupos como ellos, ¿no?